La llegada masiva de autos chinos al mercado brasileño está desatando una auténtica revolución en la industria automotriz de América Latina. A finales de mayo, uno de los buques portacoches más grandes del mundo atracó en el puerto de Itajaí, Brasil, cargado con miles de vehículos eléctricos procedentes de China, principalmente de la marca BYD. Este solo envío, uno de cuatro en lo que va del año, contribuyó a que más de 22 000 unidades de BYD ya hayan sido ingresadas al país en 2025. Las estimaciones apuntan a que las importaciones de autos chinos a Brasil aumentarán un 40 % durante este año, alcanzando las 200 000 unidades y representando un 8 % del mercado de vehículos ligeros.
Este fenómeno ha provocado un remezón en todos los niveles del ecosistema automotriz brasileño. Los sindicatos y las asociaciones de fabricantes alertan sobre el riesgo inminente de una caída en la producción local, con consecuencias directas en el empleo. La competitividad de los autos chinos, notablemente más baratos y con motorizaciones eléctricas, ha encendido las alarmas. Mientras Europa y Estados Unidos han reforzado sus barreras arancelarias, Brasil mantuvo un acceso amplio, facilitado por una cuota temporal que permite importaciones libres de arancel hasta mediados de 2025.
El gobierno brasileño anunció que BYD instalaría una planta en Bahía, en una antigua factoría de Ford, con planes para iniciar producción en 2026. Sin embargo, el proyecto ha sido retrasado hasta diciembre de ese año debido a investigaciones por presuntas irregularidades laborales. A esto se suma la ausencia de contratos con proveedores locales, lo que alimenta el escepticismo sobre el compromiso real de la marca con la industrialización en territorio brasileño. Great Wall Motor, otro actor chino con presencia en Brasil, también ha postergado su proyecto fabril tras adquirir una planta de Mercedes-Benz.
El auge de las exportaciones chinas tiene raíces profundas. China, actual líder mundial en exportación de vehículos, ha saturado su propio mercado con una guerra de precios entre fabricantes, provocando excedentes de producción. El BYD Seagull, por ejemplo, se comercializa por debajo de los 10 000 dólares. En ese contexto, países con marcos arancelarios flexibles, como Brasil, se han vuelto blanco estratégico para colocar dichos excedentes.
Brasil se enfrenta así a un dilema: la llegada de autos chinos permite acelerar la transición hacia tecnologías limpias y democratiza el acceso a autos eléctricos, pero al mismo tiempo socava su industria local, debilita el empleo y genera una creciente dependencia de la producción extranjera. Mientras tanto, la promesa de industrialización local por parte de las marcas chinas se tambalea ante la falta de avances concretos.
Este escenario debería ser una advertencia seria para México. Si bien los autos eléctricos aún representan una proporción pequeña del mercado mexicano, su crecimiento ha sido notable, con un incremento del 36 % en enero de 2025. Marcas como BYD ya han ganado terreno, pero sus planes de inversión han tropezado con obstáculos geopolíticos y comerciales. La esperada planta en México, estimada en mil millones de dólares y con capacidad para 150 000 unidades anuales, fue suspendida. A esto se sumó la ruptura con Liverpool como distribuidor, atribuida a la incertidumbre sobre la política comercial nacional y los riesgos de represalias estadounidenses.
México se encuentra en una encrucijada: adoptar una estrategia que favorezca la adopción de vehículos eléctricos sin caer en una dependencia excesiva de importaciones. Si no se establecen condiciones claras para asegurar inversión local, encadenamientos productivos y transferencia tecnológica, el país podría repetir la experiencia brasileña: una avalancha de autos chinos que, aunque atractivos para el consumidor, arrasen con el tejido industrial nacional. Es momento de que México actúe con visión y tome decisiones firmes para proteger su industria sin cerrar las puertas a la innovación y a la movilidad sustentable.
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